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Buen viaje, Quiqui

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Ninguna persona es una isla; 
la muerte de cualquiera me afecta, 
porque me encuentro unido a toda la humanidad; 
por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; 
doblan por ti.
John Donne

Qué ocurrencias las de Enrique.

Primero, morirse. Segundo, hacerlo precisamente en un domingo. Tercero, evadirse cuando sus “chivas” se enfrentaban precisamente al América.

Desde el sábado por la noche yo sabía que no estaba jugando, que ya estaba decidido, que ya jamás volveríamos a vernos aunque sea solo para soltarnos una mirada de reproche.

Siempre fue un rebelde. Siempre fue uno de esos tipos rudos, atrabancados que a veces no contenían sus impulsos.

En sus inicios fue gendarme. Fue flamante agente de la policía estatal bajo el mando de Germán García Padilla.

Un día tuve la ocurrencia de sonsacarlo para que formara parte de la entonces reducida tropa de los reporteros. Era bravo. La sección policiaca le encajaba a las mil maravillas. En el Diario de Quintana Roo, bajo las órdenes de David Romero Vara, se movía como pez en el agua en las dependencias policiacas. Y yo me inflaba. Lo veía como el destacado alumno que algún día superaría ampliamente al maestro.

Finalmente no alcanzó la excelencia como periodista. Muchas circunstancias influyeron para ello. La vida a veces nos tiene preparado otro destino. Y yo me desinflaba. Mi alumno jamás llegaría a superarme. Eso provocó que tuviéramos algunas diferencias. Me irritaba que tuviera capacidad para mucho más y no lo aprovechara.

Pero eso es lo de menos. Tuvimos momentos excelentes. Instantes extraordinarios. La vida nos unió en las peores y en las mejores circunstancias. Con nuestros errores, con nuestras virtudes, compartimos nuestra hermandad y eso es algo de lo cual me enorgullezco. Lo cantado y lo bailado, mi querido Enrique, ya nadie nos lo quita.

El problema es con la tribu. Hasta ahora yo no tenía conciencia plena que morirse huerfaniza a mucha gente. No sabía a ciencia cierta que la ausencia física de una persona querida puede espantarte hasta el hambre.

El resto de la tribu anda desolada. Los “viejos” sobre todo, ese par de ancianos que todo esperaban, menos enterrar a un hijo.

Hoy lo sé porque estoy aquí –domingo 10:43 de la mañana-, escribiendo sobre la partida de Enrique, con el fondo musical del Ave María en varias versiones, expresión musical que me ha acompañado en los momentos más incómodos de toda mi existencia.

Estoy aquí, apurado, para luego vestirme y enseguida agarrar un pañuelo y unas gafas negras, en previsión de que el sentimiento me traicione.

Esta es una situación incómoda en extremo. No hay forma de un instante de sosiego. El teléfono suena a cada rato. El whatsApp y las llamadas me recuerdan a cada instante de que este será un día interminable, eterno, que quedará grabado en la memoria para siempre.

Los velorios me devastan. He ido a unos cuantos solamente. Es desagradable voltear a cada instante y observar esa caja a la que rodean cuatro cirios y ramos de flores. A ese artefacto en el que ha sido depositado una persona a la que le tienes tanto afecto. Siempre he pensado que uno no debería de morirse. Uno debería desaparecer de pronto y listo, a otra cosa mariposa.

Es por ello que probablemente solo acompañe un rato a lo que queda del buen Enrique. El que a cada rato te estén abrazando y ofreciendo condolencias me hace sentir vulnerable. Hace que aflore el melancólico que todos llevamos dentro y eso no es algo muy gratificante que digamos, sobre todo porque hay otros ahí sentados a quienes no queremos contagiar con nuestra pena.

El chiste de todo esto es que Enrique Lizama ya anda trotando en otras praderas. Tengo fuertes dudas de que exista el paraíso y el infierno. Lo único que sé, a ciencia no tan cierta, es que uno se vuelve una especie de polvito –eso cuentan algunos-, que vuela y vuela hacia el infinito.

Y, bueno, son las doce del día, es hora de ir a cumplir con un protocolo que provoca que las tripas se suban y se me enrosquen en el pescuezo.

Todo sea por Enrique.

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