La noticia de que hay un huracán en camino, pone los pelos de punta a cualquiera.
Y cómo no, la mayoría ya sabemos de sus negras intenciones.
Enterados estamos de que esos fenómenos son capaces, literal, de dejarnos en la calle o de enviarnos a rendir cuentas a San Pedro.
En mi tribu, no somos de adquirir insumos a lo loco cuando nos advierten que más vale prepararnos.
Dejamos todo a la suerte, que, por fortuna, nunca nos ha descobijado.
En el fondo me reconforta eso de que no soy tan necio y después de cada tormenta, siempre pienso: “En la próxima no me agarra tan al garete con mi despensa en ceros”.
Me asusta ver como la gente prácticamente desnuda los anaqueles de los supermercados. Eso me imuestra de lo que es capaz el mundo cuando la desesperación manda al carajo a las neuronas.
Me enoja en cambio ver la cara de buitre satisfecho que ponen los encargados de dichos establecimientos cuando la gente, desesperada, “barre” hasta con los rollos del papel sanitario.
El cristiano que lucra con la desgracia de otro, siempre es detestable.
Esta vez fue Sara la que nos puso otra vez a Jesús en la boca. A ese Todopoderoso al que recurrimos solo cuando sentimos que las llamas del infierno nos tateman el trasero.
Y, bueno, ¡uf!, aquí estamos con el agua hasta el cuello pero vivitos y coleando.
Y eso es bueno. La vida es bella. Estamos jodid…s, pero contentos.
Navegando a veces entre la inmundicia que cuando llueve escurre por todos lados, tratando de que no quedar tan embarrado de excremento.
En fin, suertudotes que somos, estamos a un pasito de brincar la temporada de huracanes, por este año al menos.