Cristal de Roca
Cecilia Lavalle
Novedades Chetumal
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Tengo el alma en duelo desde hace días. Y en duelo quiere decir llena de tristeza, de coraje, de frustración, de impotencia.
Me duele el “asesinato de la Narvarte”, como se le llama al horror más reciente.
Me duele que no sea una novedad que asesinen a un periodista y a una defensora de derechos humanos. ¿Cuántos ya suman?
Me duele que muchas personas se hayan convertido en defensores de derechos humanos, sólo porque el horror les tocó la puerta.
Porque nadie despierta un día diciendo: “me encantaría defender los derechos humanos”. Nos hacemos defensoras, defensores de derechos humanos porque el horror toca a la puerta o porque el nudo en la garganta necesita salir. Es decir, porque el Estado no hace su trabajo.
Me duele que la frase “Fue el Estado” se repita como coro, como rumor de tornado, como tsunami. ¿Cuándo empezó?
Me duele que miles de personas vivan exiliadas en su propio país o en cualquier otro. ¿Alguien lleva la cuenta?
Me duele que al asesinar a cuatro mujeres sus cuerpos hayan sufrido más violencia por el hecho de ser mujeres. Me duele su feminicidio que es más que un asesinato a secas, como si el asesinato a secas no bastara.
Me duele que nos dijeran que su vida valía menos que la del fotoperiodista. Y nos lo dijo el gobierno cuando no les dio mayor importancia. Y nos lo dijeron muchos medios, cuando ni siquiera les interesó nombrarlas.
Me duelen los prejuicios y los estigmas. Porque de Alejandra, la trabajadora doméstica, se ignoró el nombre, pero sí nos dijeron que era divorciada.
Y Milé Virginia, de quien sólo se dijo que era modelo y edecán colombiana, lo que fue como decir, escribe mi colega colombiana Catalina Ruiz-Navarro, que era puta, como todas las colombianas (“La colombiana de la Narvarte”, El Espectador, agosto 10).
Me duele que nos digan que el móvil fue el robo. ¿No importa que Nadia haya dejado un video acusando al gobernador de Veracruz de lo que pudiera pasarle? ¿No importa que Rubén se haya refugiado en el DF huyendo del gobernador de Veracruz?
Me duele que su verdad legal y su verdad histórica, como en el caso de Ayotzinapa, sólo nos muestre el tamaño del cinismo.
Me duele que a veces el miedo me asalte. Me duele que vigile la palabra precisa, la coma exacta. Me duele hablar en voz baja. Me duele escribir en voz baja. Y eso que yo vivo donde, dicen, nun-ca-pa-sa-na-da.
Me duele que tenga razón Leticia Bonifaz, al recordar que quienes coreábamos en los setentas Yo te nombro libertad para denunciar los horrores de las dictaduras de América del Sur, hoy recordemos esa misma canción para nuestro país (“Los sueños rotos”, El Universal, 8 de agosto).
Estoy en duelo. Como muchas y muchos periodistas. Como muchas y muchos defensores de derechos humanos. Como muchas madres y padres. Como muchas mujeres y hombres de bien.
Y me aferro a Victoria Camps: “Cuando flaquean las certezas tenemos que volver la mirada a las convicciones”.
Y me aferro a Leticia Bonifaz: “Que la pregunta sea qué sigue y no quién”.
Y me aferro a lo que escribiera en 1995 el colombiano Luis Carlos Restrepo: “¿Qué pasaría si el botín se rebelara?… ¿Si nos declarásemos en insurgencia civil? ¿Si confrontásemos con vehemencia ética a quienes nos quieren domesticar por el terror?… Si ellos están dispuestos a fraccionar y dominar el territorio con el uso de las armas, declaremos que nuestras batallas se librarán en el terreno de las conciencias…
Ejercitémonos en la fuerza para imponer justicia y poder entonces abrirnos al perdón… Si era necesaria pagar tan alta cuota de dolor, declaremos saldada la deuda y que florezca por fin en este país desgarrado una fuerza de paz, una voluntad de reconciliación, un pacto de ternura”.
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