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Chetumal y la felicidad

Jorge González Durán

Quiero hablar de cuando en febrero de 1968 Chetumal deslumbró mis sentidos de joven en busca de la selva,   las aguas y los sonidos del Caribe.

Llegué a Chetumal para hacerme cargo de la venta de publicidad y recabar información para el periódico quincenal la Voz del Quintanarroense, que se sostenía con las aportaciones de un grupo de políticos quintanarroenses que deseaban mayores espacios en la vida pública del entonces Territorio Federal de quintana Roo. Hay que recordar que entonces los gobernadores enviados por el gobierno federal llegaban a Chetumal con su cauda de amigos y colaboradores relegando a los quintanarroenses nativos.

La iniciativa y la coordinación del periódico era de Felipe Amaro Santana, que entonces estudiaba la preparatoria nocturna en Mérida y trabajaba en la delegación de la secretaría de Salubridad y Asistencia en Yucatán.

Cuando un día de febrero de 1968 viajé con Felipe  a Chetumal me dijo: te voy a presentar a los que van a apoyar al periódico y te van a resolver el hospedaje y la alimentación. Yo nunca vi eso como un problema, porque siempre sentí, por alguna razón que logro explicar, que estaba en mi casa. 

En una reunión en el bar el Bullpen, la cuna del cubilete en Chetumal, Amaro  me presentó a José Asencio Navarrete, entonces delegado de la secretaría de Industria y Comercio; a Primitivo Alonzo, que era dirigente juvenil del PRI y asesor de la CTM;   a Jesús Martínez Ross, agente del Ministerio del Fuero Común, a Pedro Salazar, dirigente de la CTM; al empresario  Raúl Cuevas, creo que entonces era administrador del hotel Los Cocos,   a Hernán Pastrana, delegado de gobierno en Chetumal; a Abraham Martínez Ross, dirigente del sindicato de maestros-años después lo sería de los campesinos-,  al prominente comerciante Abraham Farah;  a Abraham Sosa, empleado de la delegación de Comercio, al activista social Apolonio Valencia, y otros chetumaleños que ya iré recordando.

Pepe Asencio me dijo: puedes ir a comer a mi casa el día que tu quieras, y lo mismo me dijo Jesús Martínez Ross. Pedro Salazar, que además de dirigente obrero era administrador del mercado Altamirano,  me dio una tarjeta para que me atendieran sin costo  en cualquiera de los puestos de comida del más importante centro comercial del Chetumal de entonces. 

Abraham Martínez me dio las llaves para hospedarme en  un cuarto del edificio del sindicato de maestros, un edificio de madera en el centro de Chetumal, que inexplicablemente fue demolido.  Don José Padrón, un día que le llevé el periódico a su hotel, el Bahía, un hermoso edificio de maderas de zapote y caoba, me dijo: aquí te puedes quedar  gratis dos días a la quincena  cuando tu quieras.  Don Pepe, nacido en Holbox,  era uno de los amigos más cercano del gobernador Javier Rojo Gómez.

Cada quince días cobraba la escasa y barata publicidad que lograba vender y recibía las aportaciones de los amigos del periódico. Reunía alrededor de 1500 pesos, con lo que compraba quesos de bola, talcos, sombrillas, cortes Singapur, tinta china y otros artículos que Felipe me encargaba. El y su esposa doña Carmita vendían la mercancía entre los empleados de la secretaría de Salubridad y entre sus amistades.  Los 1500 pesos se transformaban en 3 mil. 1500 eran para la impresión del periódico y lo demás nos lo dividíamos de manera equitativa. Y así se repetía la historia cada quince días.

Si había un lugar en el mundo un lugar para ser libre y feliz, ese lugar era Chetumal. Yo sabía que había otros países de enigmáticos ropajes culturales, otras ciudades donde el prodigio desplegaba sus alas, otros lugares con historias intensas, pero mi mundo irreemplazable era Chetumal. Era como estar en el seno materno. Era la felicidad que se podía tocar, oler, degustar y compartir. Sabíamos o intuíamos entonces que había otros mundos donde ocurrían cosas sorprendentes como las que leíamos en las novelas,  pero ninguno como el nuestro. De eso teníamos la absoluta certeza.

Al cabo de los años yo guardo ese Chetumal en algún lugar secreto de mi alma. Cuando las tribulaciones de algún tiempo incierto  asoman a mi puerta, yo pienso en ese Chetumal de mi juventud y la paz retorna a mi vida. Y canto, y brinco, y la emoción  se instala en mi piel.

Mercedes fue uno de mis amores de ese tiempo; no se donde esté, hace muchos años que no se de ella, pero a veces siento que  me visita con su intacta sensualidad en algunas noches insomnes  y rememoramos las caminatas sintiendo  la brisa cómplice de la bahía; las palabras que nacían de sus labios eran como frutas de este trópico insensato, y las siento como mangos, como zapotes, como anonas, como piñas, como los sabores para descubrir el placer la vida.

Un día mi amigo Ramón Alonzo Alcocer llevaba en la bolsa de su camisa la  copia mecanografiada de un poema  y me lo dio a leer. Para mí y para mi grupo de amigos fue una revelación leer Duramar, ese poema que aprendimos de memoria. No conocíamos a Antonio Leal, su autor, pero mis amigos sabían de él, y con orgullo decían: es de aquí. Años más tarde, en 1981,  la Unam editó el libro Duramar, y en 1998, en el centenario de Chetumal, se publicó Los Canto de Duramar

El primer whisky que tomé en mi vida, acompañado por amigos ya avanzada la noche,  fue en un vaso jaibolero  con agua de lluvia almacenado en un curbato. En los bordes de la madrugada y en un patio del  Julubal no podía ser de otra manera.

La bondad de Chetumal arropó mi juventud. Mi primer amor fue esta ciudad que hoy, a sus 126 años, lucha para recuperar su historia. Un gran abrazo con el corazón.

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