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Esas ruinas que ves

¿Alguien recuerda a “La Choza del Huinic”, aquel restorán bar inaugurado a fines de los ochentas?

El sitio en donde se tejieron tantas y tantas historias con final feliz y otras no tanto, pero que, eso sí, sirvió para divertirse un rato cuando Chetumal no era  tan peligrosa para incursionar de noche.

A mí, el periodismo, generosa actividad, me permitió conocerlo a unas semanas de haber iniciado sus actividades.

Vino a revolucionar el concepto de las cantinas al estilo Mérida, en donde se presentaban varios artistas y además te atiborraban la mesa con botanas.

“Si mantienes felices a los borrachos y a los tragones, el éxito lo tienes asegurado”, era la premisa  que le funcionaba a los cantineros yucatecos y había que copiarles.

Eso provocó que fuera un éxito y que a veces no cupiera un alma más en aquel recinto.

Durante un tiempo concurrieron familias de abolengo, ya luego se fue contaminando el asunto y la gente bien se fue alejando de ese sitio.

Caray, cómo olvidarlo.

A las dos semanas de haberme iniciado en la reporteada ahí obtuve mi primer gran “reconocimiento”.

Manuel Jesús Ku Canul, uno de los periodistas más duchos de aquellos días, me dijo después de que por indicaciones de Raymundo González Ibarra,  director del “Semanario Gráfico”, me anduviera de chalán durante todo el día: “¡Uf, terminamos…, para ser primerizo, no lo hiciste tan mal que digamos, te premiaré con unas cervezas!”.

Y que nos vamos a “La Choza de el Huinic”.

Recuerdo que ese día era tanta la gente que abarrotaba el sitio, que los meseros no se daban abasto para atender a tanto parroquiano. En una de esas, ya medio “alegre”, logré divisar que cerca cruzaba un tipo con camisa blanca, pantalón negro y un moñito del mismo color a manera de corbata.

De inmediato le hice señas, como náufrago en medio de un océano. El hombre vio mis desesperados ademanes y se acercó. “¡Dos cervezas!”, le dije de inmediato. Él me miró benevolente y me dijo: ”Amigo, no soy mesero, soy el mago!”.

¡Plop!.

Me sumí en mi asiento, muy abochornado.

Al rato, cuando salió a escena, le aplaudí como ninguno (se la debía). Él me reconoció y, buena onda, me dedicó ese acto del conejo al que todo mago que se precie de serlo saca de la chistera en un abrir y cerrar de ojos.

¡Wow!, me sentí un parroquiano  importante, de lujo, lo juro.

Bueno, el sitio, después de algunos años declinó y cerró sus puertas para siempre.

Hoy, luce carcomido por los años, completamente en ruinas y solo es visitado por uno que otro vagabundo que entra para dejar allí sus orines y sus excrementos.

Los finales no siempre son felices.

PD.- Imagen meramente ilustrativa (crédito a quién corresponda)

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