Pena Capital
Javier Chávez
Novedades Chetumal
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El muy lamentable asesinato de dos valiosos elementos de la Procuraduría General de Justicia a manos de un solitario y violento trailero drogadicto que protagonizó una surrealista escena digna de las peores producciones de Hollywood –Los imperdonables cabalgan de nuevo–, exhibió de mala manera las carencias descomunales tanto en los protocolos de seguridad como en el equipamiento de las corporaciones policiacas que operan en Quintana Roo.
La impactante noticia de que un chofer de tráiler detenido en las cercanías de Felipe Carrillo Puerto puso a parir a agentes de tres distintas policías luego de robar el arma de una joven agente ministerial a la que tomó como rehén para asesinarla posteriormente, ocupó las páginas principales de los medios locales y circuló a nivel nacional, provocando dolor e indignación, pero también incredulidad por la inaudita estela de negligencia.
Y es que los hechos hablan por sí solos: fue la suma de un descuido tras otro lo que provocó la muerte de los dos elementos adscritos a la Procuraduría y ante todo valiosos mexicanos.
Según la información oficial, en la detención del trailero José Francisco Gutiérrez Sorcia participaron en primera instancia Policías Municipales y agentes de la Policía Federal, que fueron quienes finalmente capturaron al energúmeno que tras una disputa laboral privó de la libertad a varios trabajadores que descargaban su camión en la comunidad de Divorciados.
Los federales llevaron al detenido al Ministerio Público de Felipe Carrillo Puerto, donde se negaron a recibir al detenido ya que no contaban con la consignación requerida. Mientras discutían el asunto, retiraron las esposas al trailero y lo ingresaron a una celda sin candado, en un descuido que desató el infierno.
En ausencia de los agentes federales, Francisco Gutiérrez salió de la celda y sometió a la agente Yuridiana Cruz, quien portaba en su bolso una pistola. El delincuente tomó el arma y huyó del lugar amagando a la joven y obligándola a subir a la patrulla –increíblemente, se encontraba encendida y sola–, acelerando con rumbo desconocido ante la mirada incrédula de los federales.
La rehén fue asesinada con un tiro en la cabeza antes de accidentar el vehículo; más tarde, en su huida mataría a otro policía Judicial de dos disparos en el pecho, antes de ser detenido.
La cadena de errores inició desde el momento en que los federales le quitaron las esposas y lo metieron a una celda, donde ni ellos ni la agente ministerial se aseguraron de cerrarla con candado, como dictan los protocolos de seguridad.
La patrulla nunca debió permanecer en marcha si no estaba ningún agente a bordo, además de que se supone que los vehículos de la Policía Federal División Caminos cuentan con avanzados sistemas de inhabilitación que, por lo visto, tan sólo sirven para impresionar a los incautos.
Fallaron los mandos de la Procuraduría, quienes no alertaron la peligrosidad de este delincuente. Como resultado, los judiciales estatales que estaban en retenes esperando atrapar al monstruoso sujeto no portaban chaleco antibalas ni escudos balísticos, equipo de uso obligatorio en situaciones de alto riesgo.
Tras la captura del asesino, el Procurador Gaspar Armando García Torres dio a conocer que el violento trailero se encontraba tan drogado que ni siquiera pudo rendir su declaración. Así, en ese estado, puso un baile a los agentes policiales.
En el deslinde de responsabilidades tanto los agentes federales como mandos de la PGJ podrían resultar como responsables de negligencia y ser sancionados conforme a la ley, porque los protocolos de seguridad fueron pisoteados con fatídicas consecuencias.
La irresponsabilidad con que actuaron los involucrados no debe ser soslayada ni ocultada, y las corporaciones deben apretar tuercas en la preparación de los agentes, en la exigencia del cumplimiento de las normas y en la operatividad para evitar exponer la vida de sus propios elementos.
La despedida de los agentes de la PGJ, Yuridiana Cruz y Miguel Ángel Flores fue dolorosa y altamente emotiva. Sentimientos de rabia, de impotencia contenida, eran visibles entre sus compañeros que rindieron honores a estos elementos que cayeron en el cumplimiento de su deber.
Pero el mayor dolor, el que lacera el alma, lo provoca el hecho de que esas muertes nunca debieron ocurrir.